Fría Navidad

Siempre quise una Navidad fría. La vida encuentra maneras hirientes de cumplirte los deseos. Te la venden por la tele, en los cuentos para niños y en los anuncios. El oso polar refrescándose con una Coca cola. Absurdo. No sería tan incoherente si el oso viviera con nosotros, aquí en Santiago, Chile, donde las fiestas son en verano y el invierno se va de vacaciones al caribe. 

Hoy está frío. El viento canta un coro religioso en las ventanas. Los huesos adolecen a pesar de las tres mantas de algodón que me cubren. Es temprano aún, seguro todos duermen. Aunque mamá no tarda en despertar para retarme por no tomarme el medicamento. La pastilla está en mi mesa de noche, molestando con su presencia, con el vaso de agua a su lado, también burlándose, porque no me puedo deshacer de ellos. Escucho unos pasos y me incorporo. Oculto la pastilla debajo de mi lengua, mamá entra, y me felicita. Pero igual me la trago, sin agua, pero con la fuerza de querer evitar el remordimiento de engañarla, especialmente en estos días.

A petición de mamá, bajé a la sala y mientras descendía, mi cuerpo entraba en otra dimensión. Todo cambió en la casa: La mesa del comedor, cubierta con una manta ajedrezada de verde y rojo, grandes copas llenas de bolas navideñas; luces blancas anudadas en el pasamanos de las escaleras, alrededor de las ventanas y, por supuesto, en el árbol de Navidad, cuyo pie está rodeado por el tren que compró papá y que no armábamos desde su muerte. Seguro mis hermanos se desvelaron en hacerlo funcionar, aunque se descarrile de vez en cuando, como si se hartara de dar vueltas en círculos, de estar atrapado en ese ciclo y de no llegar a ninguna parte.

El día avanzaba y mis hermanos se levantaron para iniciar “La operación asado”. Luis amarró a la Nina, Lulú y Pepa, para que no interfirieran. La única suelta era la Sam, cachorra aún, no tenía la estatura para robarse algún pedazo de carne del asador. Solamente daba vueltas en derredor, esperando la limosna de mis hermanos. Daniel, a escondidas, le lanzaba un poco de filete. Luis le reprochaba esas actitudes. “Ella ya tiene comida en su plato”. Sin embargo, el corazón también se le ablandaba, y a las otras, Nina, Lúlu y Pepa, les convidaba un poco de chuleta, prieta y costilla. Todo esto lo observaba yo, desde la sala, con la taza de té en mano y las mantas hasta mi cuello, oyendo el chuu chuu distorsionado que sonaba en el parlante del tren. 

Llegó la noche. Mamá puso el disco de Navidad de Ray Conniff, mis hermanos se vistieron con sus mejores galas, y decidí imitarles. Mientras me vestía, noté por la ventana de mi cuarto que los vecinos observaban nuestra casa con desconcierto. Sin duda, este año, logramos ser únicos en el barrio. 

La mesa preparada y la tristeza también. Se procedió a comer, evadiendo el tema, porque esa era la intensión de todo esto, ¿verdad?, no importa, a comer se ha dicho, a comer hasta tener la barriga de Santa. 

Luego pasamos a los regalos. Esta parte siempre me da pena porque yo nunca he podido regalar nada más que poemas o cuentos que a mamá le encantaban pero que mis hermanos fingían gustarles. Yo los conozco. Este año, por ser especial, opté por escribirles un agradecimiento por todo lo que han hecho: los cuidados, las atenciones, y por la fría Navidad que me regalan. Ellos, me llenaron de libros. Eso de Stephen King, el más destacado. No sé si termine de leerlo. 

A la medianoche, mis hermanos deciden ir a dormir o, tal vez, a llorar. El tema, aunque no se hable, es imposible de evitar, está en todos lados: en la forma en que me hablan, en las acciones, en toda la decoración navideña, en la comida y en los silencios, solamente interrumpidos por el chuu chuu. Me abrazan y se van, con un caminado más huidizo que soñoliento. Mamá se queda conmigo. Me abraza. Tengo un estimado tiempo de duración de abrazos que solo se rompe con personas especiales: Amantes, amigos y mamá. Pero éste dura más aún. Éste conlleva más cuestiones como la Navidad y el tema sin hablarse. Será el último abrazo de Navidad que tendré con mamá. La última humedad que sentiré de sus lágrimas en mi cuello. Le digo que me quedaré un rato más junto al árbol. Ella comprende. Se va a su cuarto y, aunque no la escucho, tengo la certeza de su llanto.

En la soledad de la sala me topo con el calendario colgado en la puerta. Vaya desliz. Mis lágrimas toman una curva al bajar por mis mejillas por la sonrisa que me produce ver la fecha. Por un momento llegué a creer que era diciembre. Según el doctor, no llego ni a octubre. Pero no importa. Tengo mi fría Navidad, como la que te venden en la tele.