Fría Navidad

Siempre quise una Navidad fría. La vida encuentra maneras hirientes de cumplirte los deseos. Te la venden por la tele, en los cuentos para niños y en los anuncios. El oso polar refrescándose con una Coca cola. Absurdo. No sería tan incoherente si el oso viviera con nosotros, aquí en Santiago, Chile, donde las fiestas son en verano y el invierno se va de vacaciones al caribe. 

Hoy está frío. El viento canta un coro religioso en las ventanas. Los huesos adolecen a pesar de las tres mantas de algodón que me cubren. Es temprano aún, seguro todos duermen. Aunque mamá no tarda en despertar para retarme por no tomarme el medicamento. La pastilla está en mi mesa de noche, molestando con su presencia, con el vaso de agua a su lado, también burlándose, porque no me puedo deshacer de ellos. Escucho unos pasos y me incorporo. Oculto la pastilla debajo de mi lengua, mamá entra, y me felicita. Pero igual me la trago, sin agua, pero con la fuerza de querer evitar el remordimiento de engañarla, especialmente en estos días.

A petición de mamá, bajé a la sala y mientras descendía, mi cuerpo entraba en otra dimensión. Todo cambió en la casa: La mesa del comedor, cubierta con una manta ajedrezada de verde y rojo, grandes copas llenas de bolas navideñas; luces blancas anudadas en el pasamanos de las escaleras, alrededor de las ventanas y, por supuesto, en el árbol de Navidad, cuyo pie está rodeado por el tren que compró papá y que no armábamos desde su muerte. Seguro mis hermanos se desvelaron en hacerlo funcionar, aunque se descarrile de vez en cuando, como si se hartara de dar vueltas en círculos, de estar atrapado en ese ciclo y de no llegar a ninguna parte.

El día avanzaba y mis hermanos se levantaron para iniciar “La operación asado”. Luis amarró a la Nina, Lulú y Pepa, para que no interfirieran. La única suelta era la Sam, cachorra aún, no tenía la estatura para robarse algún pedazo de carne del asador. Solamente daba vueltas en derredor, esperando la limosna de mis hermanos. Daniel, a escondidas, le lanzaba un poco de filete. Luis le reprochaba esas actitudes. “Ella ya tiene comida en su plato”. Sin embargo, el corazón también se le ablandaba, y a las otras, Nina, Lúlu y Pepa, les convidaba un poco de chuleta, prieta y costilla. Todo esto lo observaba yo, desde la sala, con la taza de té en mano y las mantas hasta mi cuello, oyendo el chuu chuu distorsionado que sonaba en el parlante del tren. 

Llegó la noche. Mamá puso el disco de Navidad de Ray Conniff, mis hermanos se vistieron con sus mejores galas, y decidí imitarles. Mientras me vestía, noté por la ventana de mi cuarto que los vecinos observaban nuestra casa con desconcierto. Sin duda, este año, logramos ser únicos en el barrio. 

La mesa preparada y la tristeza también. Se procedió a comer, evadiendo el tema, porque esa era la intensión de todo esto, ¿verdad?, no importa, a comer se ha dicho, a comer hasta tener la barriga de Santa. 

Luego pasamos a los regalos. Esta parte siempre me da pena porque yo nunca he podido regalar nada más que poemas o cuentos que a mamá le encantaban pero que mis hermanos fingían gustarles. Yo los conozco. Este año, por ser especial, opté por escribirles un agradecimiento por todo lo que han hecho: los cuidados, las atenciones, y por la fría Navidad que me regalan. Ellos, me llenaron de libros. Eso de Stephen King, el más destacado. No sé si termine de leerlo. 

A la medianoche, mis hermanos deciden ir a dormir o, tal vez, a llorar. El tema, aunque no se hable, es imposible de evitar, está en todos lados: en la forma en que me hablan, en las acciones, en toda la decoración navideña, en la comida y en los silencios, solamente interrumpidos por el chuu chuu. Me abrazan y se van, con un caminado más huidizo que soñoliento. Mamá se queda conmigo. Me abraza. Tengo un estimado tiempo de duración de abrazos que solo se rompe con personas especiales: Amantes, amigos y mamá. Pero éste dura más aún. Éste conlleva más cuestiones como la Navidad y el tema sin hablarse. Será el último abrazo de Navidad que tendré con mamá. La última humedad que sentiré de sus lágrimas en mi cuello. Le digo que me quedaré un rato más junto al árbol. Ella comprende. Se va a su cuarto y, aunque no la escucho, tengo la certeza de su llanto.

En la soledad de la sala me topo con el calendario colgado en la puerta. Vaya desliz. Mis lágrimas toman una curva al bajar por mis mejillas por la sonrisa que me produce ver la fecha. Por un momento llegué a creer que era diciembre. Según el doctor, no llego ni a octubre. Pero no importa. Tengo mi fría Navidad, como la que te venden en la tele. 

 

 

Satchmo

¡ME HE PERDIDO! ME LLAMO MÁX, SOY UN BOSTON TERRIER, TENGO EL OJO IZQUIERDO AZUL Y EL DERECHO MARRÓN, MI FAMILIA ESTÁ PREOCUPADA. RECOMPENSA: 300 EUROS

Así que se llama Máx. Yo no quería ponerle nombre, uno se encariña y después cuesta entregarlo. Pero debía llamarlo de alguna forma, para regañarlo sobre todo. Así que, después de buscar su raza en Google y toparme con una foto de un Boston terrier en las manos de Louis Amstrong, le apodé Satchmo. No cualquiera tiene un perro como este.

¡Satchmo, no te orines en mi cama!, ¡Satchmo, debes cagar en el patio!

No hay duda, no lo educaron. Yo estaba dispuesto a hacerlo, pero me topé con el aviso. Es hora de hacer lo debido.

Opté por escribir al WhatsApp del número que aparece en el aviso y, después de presentarme, darle la noticia y recibir muchos emoticonos de felicidad, la dueña de Satchmo me envió la dirección y emprendí el viaje.

A medida que me aproximo al hogar de Máx, alias Satchmo, me preocupo, porque no parece una residencial lujosa. A lo más, es de clase media. No vaya a ser que me salgan con la mitad de lo acordado en el aviso, o con nada en absoluto. Satchmo mira por la ventana del asiento de copiloto. Más atento a lo que huele que a lo que ve. Seguro se pondrá feliz. Aunque, si se quedaba conmigo, no pasaba nada. Estoy seguro que se enamoró de mí a primera olfateada. Además, lo traté bien, no le faltó comida ni agua, lo bañé y le removí varias pulgas.

—¿Estás seguro de que quieres volver? —Me mira, pero su nariz aletea rápidamente, percibiendo aromas familiares—. Solo te digo, allá solo te darán comida para perro. Nada de panqueques ni pechugas de pollo.

Pese a que el Google maps me lo indicó, realmente no lo necesitaba para decirme si ya había llegado al hogar de Satchmo, sus ladridos y su emoción hecha líquido amoniaco sobre el asiento, habría bastado para confirmarlo.

Cargando a Satchmo, que no pesaba más que una biblia, toqué la puerta. Una señora cuarentona, con un delantal puesto, me recibió con un grito.

—¡Ay mi Máx! sabía que volverías —Me lo quitó de las manos sin verme—. Eduardito, mi vida, mira quien regresó.

El niño llegó corriendo y gritando de alegría al ver a Satchmo, y él, habría querido responder moviendo su cola pero, al parecer, se la amputaron.

—Le agradezco tanto, señor…

—Alejandro, me llamo Alejandro.

—¡Cierto! Alejandro, lo había olvidado. Le agradezco tanto, Eduardito estaba muy triste.

—Lo imagino, los niños adoran a los perritos y viceversa.

—¿Cómo lo encontró?

—Corriendo por un parque se le miraba confundido.

Creo que le respondí muy rápido. No importa. Ahora a lo que vinimos. Carraspeé mi garganta y dije:

—Mire, en otras circunstancias no lo pediría, pero la verdad es que necesito el dinero.

La señora miraba a Eduardito jugar con Satchmo, y no me miró hasta que pronuncié la palabra «dinero».

—¡Oh! por supuesto, deme un segundo.

Mientras esperaba a la señora, observé al niño y a Satchmo. De verdad es un tipazo. Se deja querer. ¡Mierda! me hará falta.

—Aquí está el dinero. Muchísimas gracias, de verdad, nos ha devuelto la alegría a la casa.

«Y yo me quedo con la tristeza», pensé, al tiempo que contaba el dinero que, gracias a Dios, era justo lo que ofrecía el aviso.

Le agradecí, me agradeció y me dirigí al auto. De repente, sentí un cosquilleo en las pantorrillas, Satchmo quiere decir adiós. Lo que me faltaba. 

—Nos vemos, campeón —Sus ojos, el glacial y el almendrado, me miraban con ternura—. Tienes que quedarte con tu familia y hacerla muy feliz.

Me subí al auto y antes de arrancar, di un suspiro en el que inhalé y exhalé el universo.

«Peludo entregado», escribí en el grupo de WhatsApp. «Bien hecho, mañana te llegará un Golden retriever cachorro».

Bueno, ojalá el aviso del Golden no tarde mucho en salir, porque me encariño demasiado rápido. Y nada de ponerle nombre o apodo. ¡Satchmo! ¿En qué estaba pensando?, ya no volveré a escuchar la trompeta de Amstrong de la misma forma.

Sin duda, entregarlos, es el deber más difícil del mundo. Pero el negocio tiene que continuar.

 

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Las esferas de Máx

Ladraba, ladraba y ladraba. «Ya basta Máx», decía mamá. Él solo quería atención, pero todos estaban concentrados en decorar el árbol. La estrella en la punta se encendía y Máx ladraba. El Santa de juguete bailaba y Máx ladraba. Para todo, se hacía escuchar, para todo, estaba Máx quejándose, para todo y nadie lograba callarlo.

A mí no me molestaba. Me identificaba con él. Teniendo entonces ocho años, también quería atención, pero ese día era dedicado al árbol. Cuando intentaba ayudar, me apartaban. No podía tocar ningún accesorio, porque ya estaba mi hermana con el mentón tirano, advirtiéndome: «No toqués nada, recordá que si dejás caer una esfera y se quiebra, un perro se muere», entonces miraba a Máx, de manchas negras, con ojos heterocromos; uno pardo y el otro azul, dos esferas que no irán al árbol.

Como nadie nos atendía, salí a la calle con Máx. La noche en la colonia Villa Universitaria era un espectáculo en navidad. Máx se alborotaba con el olor a carne de cerdo en las casas. A mí me pasaba lo mismo con las luces que decoraban cada hogar. Todas me encantaban, pero hubo una en especial ubicada a la vuelta de la esquina, tenía el Halcón milenario de Guerra de las galaxias instalado en el tejado, con luces rojas, azules y verdes.

Ese día lo contemplé demasiado. Al menos diez segundos antes, hubiese concentrado mi atención en Máx para apartarlo de la calle e impedir que lo atropellaran. Pero los diez segundos huyeron, como unos asesinos condenados a cadena perpetua, que escapan de prisión.

Ahora sí me miraban todos, pero, para recriminarme. «¡Qué barbaridad!», «¡Cómo es posible que seás tan distraído!». Yo bajaba la cabeza, tratando de ignorar, como ellos ignoraron los ladridos de Máx en la decoración del árbol.

A Máx lo llevaron al veterinario. Quise ir pero no me dejaron. Mi hermano decía que me calmara, que esas cosas pasan. El dueño del auto que lo atropelló, trajo galletas para animarme y me pedía perdón. Yo le dije «Gracias, pero no es su culpa señor Rodríguez». Entonces miraba al árbol mientras mi hermano conversaba con el señor Rodríguez. El árbol estaba armado a doce días de Navidad, con todas sus esferas doradas y azules, las observé atentamente y una idea me caló la cabeza. Salí corriendo como un loco que huye de su casa para volver al manicomio.

Toqué todas las puertas de la colonia durante esos días en los que Máx resistía, y en las casas que aún no decoraban el árbol, me ofrecía a colgar las esferas. Algunos vecinos me dejaron, otros se mostraron reticentes y solo restaba pedirles que procuraran no romper las esferas. Le pedí a mi hermano su Facebook y publiqué un mensaje: «Les pido a todos que no rompan sus esferas, Máx se debate entre la vida y la muerte». Se viralizó. Muchos se conmovieron, empezaron a compartir la publicación hasta que llegó a los noticieros que me entrevistaron y le dieron cobertura al estado de Máx en la clínica veterinaria.

Pero el mensaje no pudo llegar a todos los hogares del mundo. Máx nos dejó el día de Navidad. Imaginé que en alguna parte del planeta alguien soltó una esfera, rompiéndola en pedazos y al mismo tiempo, el corazón de Máx se detenía.

Desde aquel momento, mi hermana, ahora con mentón derrocado, me deja armar el árbol con ella. Las esferas están a mi cargo. Tengo ochenta años, no creo en Santa ni en sus renos. En lo que creo, es en las esferas; las cuelgo con cuidado, en mi árbol y en los de mis vecinos (los que me dejan).

No sé cuántos perros mantengo a salvo de las distracciones de un niño viendo las luces de Navidad, no sé cuántas veces he evitado que un niño se arrepienta toda su vida de ver luces de navidad demasiado tiempo, diez segundos de más, para ser exactos. Lo que sí sé es que todos los perros del mundo son Máx, desde que falleció.

 

 

 

Antes de nacer

Dejar el rifle en un lugar alcanzable para los niños es el error que aún atormenta a mi tío. A Gabriel, en aquel entonces de cinco años, le gustaba jugar a ser policía, y a Rubén, de tres años, de ladrón. En la fantasía, el policía le disparaba. En la realidad, la tragedia cayó sobre la familia.

Ocurrió antes de que yo naciera; Mi padre se abalanzó sobre mi tío en medio del discurso del párroco. Lo tiró al hoyo donde mi hermano Rubén posteriormente fue enterrado. Mi madre, comenzó con las contracciones, que interrumpieron el estupor de la gente que miraba cómo a mi tío lo sacaban con una cuerda mientras mi padre trataba de leer otro nombre en la lápida.

En el hospital yo nacía mientras a mi tío le diagnosticaban fractura de dos costillas. Fueron tantos sentimientos, tanto drama que a mi papá se le olvidó suicidarse, en lugar de eso, vomitó la comida china del velorio, el café y las ganas de matar a su cuñado, pues era la promesa que mamá le sacó cuando yo estaba recién salido de su vientre, rosado y sin imaginarme el mundo que me esperaba.

A mis cinco años, mis padres se separaron. «No es tu culpa», me decían, pero sí lo era, fracasé en devolver la alegría que se fue con Rubén. Gabriel presentó por aquel entonces episodios brutales de epilepsia y sonambulismo. Un día subí a su cuarto a traer la pelota, despertó y me vio durante unos segundos para después gritar como loco. Me había confundido con Rubén, suelo creer, no lo pude comprobar porque cuando le pregunté, al día siguiente, me dijo que no se acordaba de nada.

La depresión acabó con mamá a mis quince años. Los agentes carcinógenos según la ciencia; la epilepsia de mi hermano mayor, el luto por Rubén y el conflicto entre papá y tío, para mí, le provocaron un tumor en su cabeza. Estuve con ella, como ella nunca había estado conmigo. Esperé en sus últimos días algún ápice de perdón por su ausencia abrumadora en mi infancia, pero, a lo más que llegó fue a llamarme Rubén mientras la luz de sus ojos se difuminaba.

Todo caló demasiado sobre Gabriel. Pensé que se suicidaría. Sin embargo, decidió irse, así nada más. Lo vi empacando con los ojos perdidos, esos que alguna vez tuvieron brillo.

—Creo que nunca nos volveremos a ver —me dijo mientras metía una foto de él con Rubén, ambos sonriendo en una alberca—. Te parecés a él.

Desde ese entonces solo vivo con mi padre en los suburbios. Apenas lo veo. Entre mis estudios y el trabajo, lo miró solo en las noches ya cuando está dormido con un cigarro encendido. He evitado muchos incendios cuando llego a casa, pero nada pude hacer para el gran fuego que consumía a la familia cuando nací.

Una noche lo encontré dormido con un retrato de Gabriel y Rubén, esta vez en una pista  que se me hizo familiar. Busqué fotos de los aeropuertos nacionales pero ninguno se le parecía. Esperé a que papá estuviera sobrio para interrogarle sobre ése lugar.

—Es en México, en Zapopan, se llama Colegio de aire —Me quitó el retrato de las manos para verlo —. A Rubén le gustaban los aviones y a Gabriel…  —Respiró y me tiró el retrato antes de encerrarse en su habitación.

Mi tío, el militar, los había llevado. Quería que mis hermanos desarrollaran una pasión por la Fuerza Aérea. Una vez ocurrido el suceso, no se volvió a tocar el tema militar. Por eso no le dije a papá que había comprado un boleto a Jalisco para conocer el lugar donde Gabriel era feliz y Rubén simplemente era.

Resulta que al llegar, no sé si estaba conociendo o recordando. HONOR VALOR LEALTAD, se leía en la entrada. Palabras que repetí y sonaron extraño, como provenientes de varias voces. Nada me era nuevo, ni el estadio de atletismo, ni los largos pasillos ni los extensos campos, mucho menos los modelos que se exponían en los salones. Todo era un laberinto de déjà vu del cual me perdía en asombro. A llegar a la pista, donde se tomó la foto, me asaltó una felicidad súbita, de la que no estaba seguro si debía tener.

Volví. Busqué a mi tío sin saber muy bien para qué. Entré a la casa donde había pasado todo. Le insistí en que me dijera exactamente el lugar. Me llevó a la cochera, llena de cosas viejas. Él no quiso entrar, solo me abrió la puerta. «El diablo vive allí desde aquel día. Lo siento mucho».

Una vez dentro, todos mis movimientos eran de otra fuerza. Algo me manipulaba, sin que me pudiera detener para pensar en eso. Simulé lo que, yo creí o no, había acontecido. Pero, en lugar de ser el ladrón, fui el policía. Imaginé disparar a la nada y, según me contaron más tarde, me desplomé.

Recibí dos noticias: a mis 33 años presenté mi primer cuadro de epilepsia y, mi hermano, se había colgado en un árbol cerca de la frontera con los Estados Unidos.

Creo que, en cada ataque de epilepsia que ahora tengo frecuentemente, vivo los momentos de Rubén, Gabriel y los de mamá. No sé hasta cuando aguantaré tanto fuego. Será mejor que me desvanezca antes de que papá y mi tío se exploten, los únicos que quedarán vivos para jugar a policías y ladrones sin que nadie les moleste.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Temporadas

Llegué a la casa de los Jiménez en navidad. Aún recuerdo a don Tulio, sacándome del baúl del auto, a escondidas, para después colocarme atrás del árbol navideño. Estuve allí dos días, hasta que llegó noche buena y fui revelado ante mi nuevo amo a quien le brillaban tanto los ojos al verme, que bien podían colgarse en el árbol como dos esferas más de adorno.

Maxi no se aguantó y esa misma noche me sacó a pasear por la Colonia Villa Universitaria. A él se le unieron sus vecinos quienes también andaban a bici. Reconocí a ‘Cuatroruedas’, que hace tres meses se lo habían llevado de la tienda en la que yo estaba, sin embargo, ahora solo tenía dos ruedas. Según me contó, le desprendieron las pequeñas cuando su dueño, Allan, aprendió el arte del equilibrio. «No dolió. Incluso me siento más liviano», me dijo Cuatroruedas, insistiéndome que lo siguiera llamando así «por los viejos tiempos».

Al bajar por un suelo irregular de terreno baldío, una roca nos sorprendió. La rodilla de Maxi sangraba copiosamente. Se acabó, pensé. Después de esto quedaré prohibido para el pequeño. Pero no. Increíblemente Maxi me levantó y seguimos.

Todos los días de aquel diciembre venían los amigos de Maxi a pedirle «chamba». Fui pedaleado por Holman, a quien llamaban ‘Mayonesa Helmans’. También me montó ‘Bacon’, de cuyo apodo se deduce el porqué me costaba hacer los viajes con él. Pero solo con Maxi me gustaba andar, me cuidaba y solía pedalear con delicadeza, disfrutando del fuerte viento que todavía se daba en aquellas navidades.

Luego de la rodilla fisurada hubo muy pocos accidentes. No pasaban tantos carros y mi amo era precavido. Aunque, cuando ‘Sisco’, el vecino de enfrente, construyó una rampa, Maxi pareció olvidar todo instinto de cuidado. Por un momento se convirtió en Súper man, cuando al saltar la rampa, se alejó de mí en el aire hasta verlo aterrizar de pansa por el asfalto.

Todos los amigos corrieron a auxiliarlo. Maxi estaba boca abajo, sin responder. En otras caídas, al que preguntaban primero si estaba bien era a mí, a tono de broma. Pero ahora la situación parecía tan seria que no daba lugar para juegos. El círculo se hizo alrededor de mi amo, todos llamándolo «¡Maxi, Maxi!»,  «¿estás bien?», «respondé porfa». En eso, cuando Allan estaba a punto de correr para avisar a los papás, Maxi decidió que la actuación había llegado demasiado lejos, se dio la vuelta y con el labio roto comenzó a reírse, al tiempo que los demás, como venganza, le hicieron trifulca.

Comencé a notar que Maxi me sacaba siempre por la tarde, después del almuerzo, porque a esa hora su vecina, Danielita, salía a saltar la cuerda. No nos movíamos del perímetro. A menos que ella fuese a la pulpería, Maxi me hacía pavonear por la esquina. Ella es de pelo castaño, tez pálida y ojos saltones, lo que le ganó el epíteto de ‘cabeza de pescado’.

Pero la atención de Danielita, Maxi la perdió, cuando Edgar, el que vivía en la casa más grande, apareció un día con cuatrimoto. Cuatroruedas y yo quisimos hablarle, pero nos salió huraño, solo respondía con gritos. Su actitud era similar al dueño, que presumía su nuevo juguete y molestaba a toda la Colonia con el ruido del motor.

Maxi estaba triste. Danielita ni de soslayo miraba cómo ahora dominábamos la rampa. Esto obligó a que cambiáramos de zona y nos fuéramos a ‘raitear’ por el parque de la Colonia. No obstante, allí Maxi vivió su peor momento.

Un día, mientras nos acercábamos al parque, todos los que se encontraban allí, de repente nos miraban asombrados y nos gritaron, pero no pude entender qué decían porque un motor aumentaba su potencia. Fue entonces cuando se nos cruzó la cuatrimoto. Unos centímetros más y era nuestro fin. Mis frenos reaccionaron bien y estaba aliviado. Sin embargo, a Maxi, se le salían las lágrimas. Estaba enlodado y avergonzado. Todos se burlaban de la escena, pero a él solo lo ponía mal la vista de la cuatrimoto, con Edgar montándola y atrás de él, Danielita abrazándolo por la cintura.

Meses para que yo volviera a las calles. Resulta que el grupo de amigos de Maxi hacía actividades por temporada. La de bicis pasó. La sustituyó la de fútbol. Luego la de las patinetas. Después vino la de vídeo juegos y así. Hasta que un día a Maxi le dio por sacarme, siendo temporada de jugar chimiricuarta. Mi amo pensó que conmigo encontraría más fácil a sus amigos.

Yo estaba feliz. Volvía a sentir el viento. También estaba preparado para la carrera. Si Maxi hallaba a uno de sus amigos, debía regresar a toda velocidad a la base. Apenas divisó a Allan, Maxi pedaleó a mil por hora.

Pagamos caro olvidar la precaución. Un automóvil apareció de la nada. Esta vez Maxi sí estaba inconsciente y yo estaba con mi rueda delantera magullada, y nadie me preguntaba si me encontraba bien. Por fortuna Danielita iba pasando por allí y fue la primera en auxiliar a mi amo.

Solo sufrió una leve contusión y una fractura en su rodilla. Me sentí aliviado pero también triste. No volvería a salir en mucho tiempo. Maxi tardaría en reponerse. Además, a raíz del accidente, Maxi comenzó a tener una nueva temporada. La de Danielita, quien ahora lo cuida con ternura.

Ojalá el primer amor no fuera como aprender a andar en bici.

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El último episodio

“Tu hermana me va a matar”, colgué el teléfono y ella me vio. Con la mirada entendió lo que había pasado.

Salí y caminé hacia el centro comercial más cercano a la casa para tomar un taxi. No confío en los que uno detiene en las esquinas. Prefiero aguantar el inclemente sol durante el tramo y pagar más dinero a los acreditados de Plaza La Granja. De todas maneras, mi madre pondrá la plata cuando llegue a su trabajo.

El tráfico, como siempre, estaba detestable. Bocinas irritantes, calor intenso y la música aburrida que llevaba el taxista en su radio. Son de esas melodías que se escuchan en los bares insanos del centro de la ciudad. Sudaba copiosamente, siempre lo hago. Llegaba a saborear la sal en mis labios y todo estaba lento.

La institución educativa donde trabaja mamá no quedaba lejos. Pero si hablamos de día y hora, obviamente que el tiempo de llegada se extiende. Por ejemplo, si son las 11 de la mañana de un miércoles, se llegará tarde a cualquier lugar de la ciudad si uno se transporta en auto. Tanto así que, estando a la mitad del recorrido, me dio la impresión de ver a un vecino que saludé antes de montarme al taxi, pasarnos de largo a pie.

Todo me exasperaba y me hacía acordarme más del motivo por el que realmente estoy molesto. No puede ser que el mínimo intervalo de tiempo con el que gozo en la mañana sea desperdiciado en la tonta diligencia que me tocó hacer. Todo se adecuaba para que, felizmente, me conectara a Netflix y viera el último episodio de Stranger Things, segunda parte.

Pero no. No salió como lo planeé y la culpable es la persona que ahora iré a ver. ¿Quién guarda las llaves de otra persona en su bolso? Lo comprendería si se tratase de un robo, pero este no es, ni por cerca, el caso. Yo lo sospechaba, claro que lo hacía, yo también viví lo que mi hermana estaba experimentando. Un día, busqué mi celular para cargarlo y no lo encontré. Me volví loco. Tiré los cojines de los sillones, abrí todas las gavetas y hasta en la refrigeradora revolví objetos. Nunca se sabe, me dije. Al final resultó que mi madre se llevó mi móvil por accidente o no sé por qué razón, en realidad. Sí ya llevaba su propio celular, no tenía sentido que metiera el mío en su bolso, en su maldito bolso.

Así que, cuando ví a mi hermana buscando como loca la llave de su auto, tirando las almohadas y abriendo hasta la refrigeradora, supe que el último capítulo de Stranger Things, segunda parte, se iba a posponer una semana más. Estudio de lunes a jueves por la mañana y en la tarde trabajo. El viernes no tengo clases, por tanto, tengo toda la mañana de ese día para hacer lo que quiera. Pero no, a mí me tocó ir por la llave hasta el trabajo de mamá, regresar y entregársela a mi hermana para que pudiese ir a laborar también. Demonios. “Tu hermana me va a matar, yo tengo la llave, la guardé por accidente, vení por ella en taxi, yo pago”.

Llegué, tomé la llave, le dije “después no me critiqués a mí por despistado”, volví al taxi que me llevó de regreso, no a casa, sino al centro comercial, no vaya a ser que el taxista me cobre un poco más. Le pagué, y caminé hacia mi residencia. De repente, un tipo se puso a mi lado para asaltarme. Yo, estaba tan desesperado e iracundo que mi primera reacción fue empujarlo hacia la avenida. Acto seguido, un auto mandó a volar al malhechor.

No había pruebas de que me estaba asaltando, no andaba armado. Los testigos, para mi infortunio, solo vieron el empujón. Y siendo la justicia cómo es, fui preso y con pena de muerte incluida. ¿Último deseo antes de morir, señor Carrasco? Si, quisiera ver el último episodio de Stranger Thing, segunda parte.

¿Color?

Vi que el portón de mi casa estaba verde. Cerré un poco los parpados, ya saben, el zoom que los humanos creemos tener. Me acercaba y el verde comenzaba a tener puntos blancos, color original de la vivienda. No recordaba si mis padres habían decidido mandar a pintar. En todo caso lo que carecía de color era lo que el portón protegía.

Caminaba a las 12 del mediodía, los gritos de mi madre se escuchaban desde la cancha. Mi rodilla herida como si viniera de un campo de batalla. Mis amigos no entienden el balón pie, nadie lo entiende en este país. Y por eso es feo, porque les da más placer golpear la rodilla que el balón. Imbéciles.

A ese punto no sabía si era verde lo que miraba. Jugué con tacos en concreto, eso debió haber asesinado neuronas y por eso ahora veo de otro color mi portón. O me han mentido, me han dicho que el blanco es verde y viceversa. De mis profesores lo creo, me obligaron  a hacer diez tareas en la semana. Pensar que mis padres se quiebran la cabeza para pagar esa escuela…

Iba llegando. Sentía el sudor correr por mis sienes. Andaba careto, motivo suficiente de llamado de atención de mi madre. Y claro, la rodilla mancillada. Al llegar a la puerta había olvidado analizar detenidamente el verde extraño de mi portón. Pensaba más en como esquivar a mi vieja. Sentí un golpe suave en mi hombro. Inmediatamente algo voló  y cada aleteo acarició desde mi cuello hasta la oreja. Me moví esquizofrénico,  revolviendo mi cabello y ropas para desprenderme del ser desconocido. Miré hacia todos los lados quieriendo descubrir a mi agresor. Mis ojos se posaron en el portón, se desviaron por un instante, luego volvieron al portón porque una particularidad los atrapó como garfio a los labios del pez.

Me posé frente al portón. Observé con temor e impresión, insuficientes para salir corriendo, eso sí. Las observé a cada una tan juntas e impertérritas. Eran muchas y el verde hermoso. Claro y limpio como las mejillas del primer amor.

Mamá abrió el portón corredizo desde dentro. A medida que se deslizaba las esperanzas emprendían el vuelo. Ahora no solamente un aleteo me acariciaba. Extendí los brazos para recibirlas, sentirlas y así no tenerles tanto miedo. los contornos de mi silueta se dibujaron por un momento en ese verde que voló hacia mí.

La última fila de esperanzas despegó antes de que el portón se cerrara por completo. Algunas de las que chocaron contra mi humanidad quedaron aturdidas en el suelo. El saxofón del auto a mis espaldas me sacó de mi fascinación. Me aparté y presencié como la llanta pasaba sobre dos que apenas recobraran sus conciencias.

«Ya esta la comida, lávate la cara primero». Asentí con la cabeza aturdida. Pero el espectáculo aun no terminaba ya que antes de entrar a la casa, divise la mancha verde y grande volar cerca del techo. ¿O era blanca? No lo sé. Nunca sabré de qué color es la esperanza.

La fila y el millonario.

Las infinitas posibilidades no están sujetas al «karma» o al efecto boomerang de las acciones. Un tipo millonarios estaciona su auto cerca de una larga fila de personas esperando el taxi colectivo.

-Pobres tontos, ya quisieran ser como yo.

Muchos en la fila se consolaban con pensar que el adinerado caería en la desgracia y que un día, no tan lejano, él estaría a las seis de la tarde esperando con ellos.

Eso nunca pasó, el tipo siguió siendo millonario y los otros en la fila. Usted confórmese con saber que ellos nunca quisieron ser como él. Espero, nada es seguro.

 

Querían cuentos policiales (parte II)

Todos los viernes a las nueve de la noche. Era la tradición. Lo venían haciendo desde sus años veintes. Francisco, Olivio y Sebastián se reunían a tomarse unas cervezas en el bar Donisio ubicado en el centro de la ciudad. A pesar del recelo de sus esposas, el trío siempre acudía con la expectativa de relajarse y distraerse por un rato.

-Mierda, allí está ese otra vez-. A Francisco le venía molestando la presencia, desde hace varios viernes, del hombre sin cara. En una esquina bañada de oscuridad, el tipo se sentaba y bebía sus wiskys. El humo del cigarrillo salía de la penumbra y se formaba una atmósfera en donde no se sabía si la humareda difuminaba la negrura o viceversa.

Las conversaciones giraban alrededor del fútbol y la política. A veces la política en el fútbol y el fútbol en la política. Olivio a veces pensaba, no sin tristeza, que si esos temas no existieras no serían amigos. En varias ocasiones la casualidad los había encontrado un sábado en la tarde en un centro comercial o en una fila de banco en donde se saludaban, se preguntaban cómo estaban y cómo estaban sus hijos, comentaban algo de fútbol y de política, hasta donde deja la sobriedad, para luego caer en un silencio que si duraba mucho haría que no se hablaran nunca más.

-¡Cantinero!- El grito hizo que la cerveza de Sebastián se derramara un poco. Los tres odiaban cuando el tipo de la esquina tétrica llamaba al cantinero de súbito con una sonoridad que parecía tener la intención de asustarlos. Don Agusto, impertérrito como siempre, fue a atender al individuo. Don Agusto, hacía las de cantinero y mesero, por lo tanto, de vez en cuando debía abandonar la barra no sin antes tomar su iguana y colocársela sobre la cabeza. Sebastián decía, a modo socarrón, que era Guantaramera (nombre de la iguana) la que tomaba la orden, Francisco a veces lo creía.

El calor de las cerveza hacía que las tres mentes variaran en otros temas. Uno en especial andaba en boca de todos y no podía faltar en la tertulia del trio en el bar Donisio. Hace tres días un doble homicidio se había suscitado en una casa ubicada en la altura del barrio Sinaí. Las fotos de la madre acuchillada en su cama y de la hija con el tiro en la espalda, la cabeza apoyada en la puerta de entrada y el brazo derecho extendido ya que la mano se aferró tanto al picaporte que no lo soltó aun después de muerta.

-Al forense le costó una media hora separar la mano del picaporte.- Dijo Olivio con excitación.

-¿Cómo sabes eso cabrón?

Olivio quiso contestar pero un nuevo ruido fuerte lo sorprendió. Charlie acababa de entrar al bar Donisio, totalmente empapado y quejándose de la tormenta en murmuros iracundos. Don Agusto, Francisco, Olivio y Sebastián miraron extrañados hacia la ventana para darse cuenta que no estaba lloviendo.

-Cantinero- llamó con amabilidad  Charlie, quien se sentó en un extremo de la barra. Sus ropas le abrazaban el cuerpo. Charlie tuvo la sensación de que la humedad le presionaba los huesos como si éstos necesitaran ser escurridos. Detestaba el agua de lluvia porque todo lo complicaba, incomodaba y lo sumía en un estado de angustia insoportable.

-Quizá la madre mató a la hija en un impulso y luego se acuchilló el estomago.

-¡No hombre!- le espetó Olivio a Sebastián- A ellas las mató alguien externo. Nadie sería tan sádico consigo mismo como para clavarse un cuchillo.

-Quizá tenía costumbres de samurái- Don Agusto se unió a la conversación con la decepción de que ninguno de los tres entendió la referencia al harakiri. Charlie, quien ya tomaba su tequila doble, soltó una risa de garganta. Francisco tuvo la sensación de que había sido Guantaramera la que soltó el comentario.

-De verdad les cuesta decir lo que todos pensamos- Francisco tomó un sorbo de su cerveza helada, porque a él más que a nadie le costaba decirlo- Fue el esposo, Don Carlos Aldamar el que mató a Doña Patricia y a Silvana, ese viejo siempre ha sido loco y últimamente se le vio rondando por el barrio ahogado en guaro.

A Charlie se le erectaron todos los vellos del cuerpo. La sangre se le fue del rostro y hasta se le olvido la molestia ocasionada por la lluvia. «El caso Aldamar, ¿por qué están hablando de algo que ocurrió hace dieciséis años?» Pensaba. Conocía muy bien los hechos de ese suceso. Su mentor, el licenciado Rodolfo Ayala,  le contó todos los detalles en los días en que Charlie comenzaba a trabajar en el diario. Ambos también creían que Don Carlos Aldamar mató a su esposa y a su hija pero no hubo pruebas suficientes para encarcelarlo. «En aquella época, el alcohol y la pobreza eran suficientes para encenderte las mechas de la cabeza y cometer ese tipo de locuras» le decía el ya fallecido periodista, quien por entonces ya era un veterano en el campo y de los más reconocidos. Incluso el título de licenciado se lo ganó gracias a su trayectoria ya que los de su escuela fueron todos empíricos.

-No se habla de lo que no se consta- Repetía Sebastián con ese tono característico de aquellos cuyas neuronas bailan un vals después de nueve cervezas.

-Fue don Aldamar, yo se porque te digo- le respondía Francisco.

-¡No se habla de lo que no se consta, hombre!- Y Olivio solo se reía.

-Fue don Aldamar, yo se porque te digo.

-¡No se habla de lo que no se consta, hombre!- A Charlie eso ya lo estaba desesperando.

-Fue don Aldamar, yo se porque te digo.

Charlie tuvo la intención de acercarse y pedirles amablemente que se callaran o que al menos pronunciaran otras frases. Pero consideró que ya no valía la pena, pues seguramente no le harían caso.

-¡No se habla de lo que no se consta, hombre!

-Fue don Aldamar, yo se porque te digo.

Un fuego recorrió todo el cuerpo de Charlie y no pudo detener su impulso. En el pasado había callado a una señora en un auto-bus, porque todo el viaje criticaba lo que miraba y eso lo enervó hasta tal punto de regañarla con sermón incluido.

-¡No se habla de lo que no se consta, hombre!

-Fue don Aldamar, yo se porque te digo.

Un paso dio Charlie y hasta allí llegó. Ni se había percatado de un sexto ser en el lugar. Bueno séptimo si se cuenta a Guantaramera. La figura se desprendía de la oscuridad de la esquina sin formarse una silueta humanoide. Paulatinamente se aproximó a los tres borrachos sin que éstos lo supieran. La sombra se posó encima de Francisco.

-¡No se habla de lo que no se consta, hombre!-

-Fue don Aldamar, yo se porque te digo.

Pero esta vez la repetición de las frases fue diferente. La risita de Olivio no fue oída. Guantaramera se escondió en la espalda de Don Agusto que miraba la escena con ojos grandes. Olivio lo reconoció al instante, lo había estado viendo en todos los diarios. Charlie También y todo el fuego que estaba a punto de soltar se desvaneció para que así surgiera en su fuero ese miedo que tensa los músculos del culo.

Don Carlos Aldamar puso su rostro frente al de Francisco. Éste dejó de estar borracho y sintió la respiración de la sombra llegándole al alma y los ojos, también negros, martilleándole la boca del estómago.

-Repite una vez más, quien es para ti, el asesino del caso Aldamar.

La voz metálica, a pesar de su poco volumen, fue escuchada por un inmóvil Charlie, quien no creía lo que veía.

-Dije que lo repitieras, re-pi-te-lo.

En un acto que escapa a la lógica, Francisco tomó un largo trago de cerveza, se sacudió un poco la impresión y dijo.

-Fue Don Aldamar-.

La sombra se acercó lentamente, dio una media vuelta y salió del local no sin antes lanzarle un guiño a Charlie.

-Yo se porque les digo-. Y Francisco se sentía el héroe de la noche al escuchar las estrepitosas risas de sus amigos de fútbol, política y los viernes

Héroe sin recompensa. Charlie esperaba un taxi en la esquina cuando escuchó los tiros. Del bar vio salir a la sombra, quien le guiño de nuevo antes de correr hacia el vacío de la noche. El miedo hizo que se olvidara del taxi y también corrió, solo que él iba hacia el vacío de su apartamento. Sudando a gotas abrió la puerta, encendió la bombilla de su escritorio, y escribió en el buscador de la web «La masacre del bar Donisio».

Entre toda la confusión que volaba en su cabeza pudo recordar, como su mentor, Rodolfo Ayala también le comentó acerca de ese hecho. «Solo la iguana sobrevivió, lástima que no habla aunque me dio el presentimiento loco de que sí lo hacía». Y También dijo «Al forense le costó media hora separar la mano de la cerveza de una de las víctimas».